jueves, 2 de mayo de 2013

¿Por qué engordamos?

Cuestionando la teoría del balance energético.

Reconozco que, como la mayoría, hasta el momento creía a pie juntillas en la teoría del balance energético como la causante del sobrepeso y la obesidad: está gordo el que come más de lo que consume. Así de simple. Es más, docenas de veces me he sometido esclavo a sus dictados para reducir la cima del ombligo y las ruedas de la cintura. En cuanto apunta la primavera, siempre renuevo los votos para conformarme con platos más escasos, mayor ración de ensaladas y verdura y algo más de ejercicio, a ver si el maldito balance ingesta-gasto se hace negativo y se van aligerando las preturas de la carne para poder lucir en verano un tanga ajustado a las formas del cuerpo, sin vergonzantes morcillas ni roscas de grasa saltando díscolas por los bordes. 

Basada en las leyes de la termodinámica (la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma), la hipótesis del balance energético como causa básica de la obesidad tiene tanta fuerza, tanto poder explicativo, que pocos o muy pocos se han atrevido a cuestionarla, y quienes lo han hecho han salido tan vapuleados y estragados como un perro sarnoso. De paso, esta teoría ha servido para culpabilizar al individuo de su comportamiento a la hora de comer y conducir su estilo de vida, para elaborar sesudas teorías psicológicas y psiquiátricas acerca de los determinantes del hambre, la saciedad o el apetito y para que miles de personas hagan negocio escribiendo libros, proponiendo dietas u organizando programas completos de adelgazamiento, incluyendo el internamiento en centros especializados para tener un estricto control de la cantidad de alimentos consumidos, participar en sesiones de ejercicio y de terapia grupal, martirizar la voluntad con pesajes diarios, etc. Todo un gran circo alrededor de la teoría del balance energético que, por otro lado, se ha mostrado absolutamente incapaz de aportar soluciones efectivas para un problema que, lejos de disminuir, amenaza con convertirse en la gran epidemia de nuestro siglo.

Pero resulta que antes de que la hipótesis del balance energético se impusiera como teoría absoluta y excluyente, ya en el primer tercio del siglo pasado existían otras teorías sobre la obesidad que fueron arrinconadas tras la segunda guerra mundial, en parte por su origen mayoritariamente alemán. Esas teorías explicarían de una manera más plausible y completa el mecanismo por el que nos hacemos obesos y quitarían el peso de la culpa al individuo para poner el acento más en cuestiones de tipo fisiológico. Esto es lo que nos cuenta el prestigioso Gary Taubes en un excelente ensayo publicado en BMJ y que aconsejo leer encarecidamente  a quienes sientan interés por este tema.

Frente a la teoría del balance energético, Taubes menciona la hipótesis bioquímica de la obesidad, basada principalmente en las observaciones de dos investigadores del pasado siglo: Wilhelm Falta, que fue el primero en apuntar que la obesidad podría ser causada por una hiperestimulación insulínica que favorecería la síntesis de moléculas de grasa  y  Gustav Von Bergmann, que formuló la teoría de la lipofilia, consistente en que, al igual que cada persona tenemos diferentes y más o menos extensas zonas donde nos crece el vello, tendríamos también zonas del cuerpo con mayor o menor cantidad de células lipofílicas, un tipo de células ávidas y propensas a cargarse de grasa, lo que tendría incluso una fácil demostración empírica, pues la grasa siempre se acumula en unas partes determinadas del cuerpo. Estas células, al acumular las calorías ingeridas en forma de grasa privarían a otras células de la energía necesaria para su metabolismo, lo que desencadenaría en el organismo de forma defensiva una sensación de más hambre y una tendencia a reducir su gasto energético (mayor sedentarismo). En este sentido, el hambre, la gula, no sería una causa de la obesidad, sino más bien la consecuencia de un mecanismo fisiológico adaptativo que estaría provocando la propia patogenia de la obesidad.

Armonizando estas dos teorías y dándolas consistencia de conjunto, estaría el papel imprescindible que juegan los carbohidratos y, sobre todo los azúcares de absorción rápida (sacarosa y fructosa) en todo el engranaje: estimularían la rápida secreción de insulina y, consecuentemente, el acúmulo de grasa, que en aquellos individuos con una mayor carga de células lipofílicas continuaría desencadenando una sensación de más hambre, lo que acabaría cerrando el círculo vicioso descrito antes. De hecho, se ha comprobado que las dietas restrictivas solo en carbohidratos, permitiendo el libre consumo de cualquier otro tipo de alimentos, incluidos alimentos grasos, son sorprendentemente eficaces y más rápidas para reducir el exceso de tejido adiposo que cualquier otro tipo de dieta. Sin embargo, pese a los resultados, la comunidad científica imperante llegó a etiquetar la conducta de los profesionales que las prescribían como de "mala praxis", acusándoles de fomentar el riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares al no educar contra el consumo de alimentos grasos.

Pero parece que el protagonismo de los azúcares (sacarosa y fructosa, especialmente) en la obesidad es realmente importante, hasta tal punto que Robert Lusting, un prestigioso endocrinólogo pediátrico, llega a catalogar a estos compuestos como "tóxicos", con las mismas connotaciones patológicas que podría tener este calificativo en el caso del alcohol. Según este científico, cuyo vídeo en youtuve "sugar: the bitter truth" (azúcar: la amarga verdad) lleva cerca de 3,5 millones de visitas, el consumo de fructosa (contenida en la sacarosa y en la mayoría de las bebidas azucaradas) se metaboliza en el hígado por una vía diferente a la de la glucosa, ocasionando metabolitos tóxicos para el hígado y promoviendo la síntesis insulínica de grasa que se acumularía en el propio tejido hepático y en el resto del organismo, al tiempo que bloquearía la acción de la leptina (una hormona sintetizada por las células grasas que actuaría en el hipotálamo generando la sensación se saciedad), por lo que nuestro cerebro creería erróneamente que el organismo está todavía en fase de necesidad nutricional y continuaría dando órdenes para seguir hambriento, continuar comiendo y haciendo poco ejercicio para gastar poca energía. En el metabolismo de la fructosa se generarían radicales oxigenados libres, implicados en el envejecimiento celular y en el proceso de  inflamación hepática que junto al acúmulo de grasa daría lugar a la llamada esteatosis hepática. Además, se atribuye a este carbohidrato cierta capacidad adictiva o al menos de hábituación.

Por supuesto que todas estas investigaciones, como ocurrió con el tabaco anteriormente, están siendo fuertemente contestadas por la industria de bebidas azucaradas, con la gigantesca Coca Cola al frente, pero Lusting plantea el reto de explicar el caso de los lactantes obesos de causa hipofisaria que ha observado durante su actividad clínica: ¿puede un bebé de unos pocos meses ser perezoso, sedentario y glotón de forma consciente y voluntaria?.

Ya tratamos aquí anteriormente algo de esto, de la interferencia de la industria alimentaria en las investigaciones científicas,  en una anterior entrada titulada "la nueva epidemia industrial", y parece que los datos aportados por Lusting apuntan en la misma dirección: hay un gran negocio multimillonario alrededor de las comidas preparadas y de las bebidas azucaradas que parece dispuesto a borrar cualquier atisbo de amenaza para sus intereses. Un gigantesco negocio que para engordar sus bolsillos, no le importará llenar irremediablemente el mundo de gordos y, encima, echándoles la culpa de su insana gordura.

Ya sabéis: comed un poco de todo, lo de siempre, lo que preparaban nuestras abuelas. Y un poquito de tinto o agua en lugar de refrescos de cola. Fuera los azúcares y a ver si este verano podemos con el tanga...

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