lunes, 28 de enero de 2013

Pagar por la vida

Copago voluntario por tratamientos antineoplásicos

En el momento en que uno pierde la esperanza está muerto. Cuando se acaba la esperanza se desploma la vida, inerme, como un edificio sin sostén. Por eso cualquier enfermo, por muy terminal que sea el estado en que se encuentre, se aferra a una última posibilidad de tratamiento como a un clavo ardiendo. Unos meses, unos días e incluso un minuto más de vida abre la posibilidad de una salvación milagrosa que de otra manera nunca existiría. Y eso lo saben bien las industrias farmacéuticas, que se aprovechan para poner en el mercado tratamientos que apenas sirven más que para prolongar unos días la débil llama de la esperanza de muchos enfermos desahuciados por un cáncer terminal. Eso sí, una llamita que venden al precio de gran fogata e incluso de verdadero incendio.

El caso es especialmente llamativo en los nuevos agentes antineoplásicos biológicos, también denominados tratamientos diana, la mayoría con unos resultados de salud exiguos en términos absolutos (años de supervivencia) pero con unos costes realmente disparatados, imposibles de asumir por el sistema, y  que las farmacéuticas justifican por la alta inversión necesaria en investigación y desarrollo para comercializar uno de esos fármacos y el escaso número de pacientes susceptibles de ser tratados con el mismo.

El problema lo han traído a debate unos investigadores italianos en un polémico artículo en British Medical Journal (Optional copayments on anti-cancer drugs). Ponen un ejemplo paradigmático que puede servir de muestra para el conjunto de fármacos del que estamos hablando: Italia gasta 45 millones de euros anuales en financiar tratamientos con bevacizumab para los enfermos con cáncer de colon metastásico, logrando prolongar de esta manera unos cuatro meses y medio la vida de estos enfermos. Añaden, como queriendo ahondar en el despropósito, que, por término medio, tienen ya setenta años en el momento del fatal diagnóstico, como si ya hubieran llegado a un límite vital aceptable como para arrojarlos al abismo del desahucio sin demasiados problemas de conciencia.  A mi, personalmente, me cuesta digerir este último apunte.

Argumentan, sin embargo, que las decisiones de financiar este tipo de terapias contra el cáncer terminal están influenciadas más por factores de naturaleza emotiva que científica o técnica y que funcionan con las reglas y principios de un auténtico chantaje emocional, apoyado en muchas ocasiones por las propias asociaciones de pacientes y "lobbys" farmacéuticos y que resulta muy efectivo tanto en los profesionales, que cuentan así con un último remedio que prescribir, como en los pacientes y familias, que en su desesperación sienten el débil aliento de una nueva promesa desconocida, como en las organizaciones asistenciales y los sistemas sanitarios, que se ven incapaces de negar abiertamente una última esperanza a los ciudadanos a quienes protege. 

De esta situación se aprovechan las empresas farmacéuticas a quienes sigue interesando invertir en este tipo de investigaciones porque los márgenes comerciales son muy altos, mucho mayores que en cualquier otro tipo de tratamientos, y suelen perder los pacientes y familias que cegados por el fogonazo del nuevo espejismo, se olvidan de que lo más importante en esa fase es pasarla sin dolores, síntomas o molestias que la conviertan en un auténtico calvario. Por supuesto, el coste de oportunidad para el conjunto de la sociedad es también considerable: se deja de investigar en áreas o fármacos de más impacto y se pierden unos recursos que podrían ser utilizados en otras intervenciones de mayor calado público.

¿Qué hacer?. Los autores lanzan una propuesta realmente polémica: que las autoridades sanitarias establezcan un umbral mínimo de tiempo de supervivencia ganado para cada tipo de cáncer, demostrable mediante ensayos clínicos, para que un determinado fármaco sea financiado en su totalidad con fondos públicos. Para los que no alcancen ese umbral mínimo establecido, se fijaría un "precio de referencia", calculado a partir del coste de la terapia estándar y el tiempo adicional de vida ganado. Todo lo que superase ese precio de referencia debería ser abonado directamente por el paciente si, a pesar de todo, y por decisión voluntaria quisiera seguir recibiendo ese tratamiento.

No se, pero a mi me parece que eso sería una dejación de responsabilidad por parte de las autoridades sanitarias que arrojaría a los enfermos a los pies de los caballos: si se llevara adelante se daría pie a que las farmacéuticas empezaran a desplumar moribundos como el que despelleja aves de corral. Si uno compra y prueba crecepelos aun a sabiendas de que le están engañando, ¿que no compraría por conservar cuatro pelos más de vida?. 

¿No sería más sensato financiar sólo los fármacos que lleguen a ese supuesto umbral y en el resto, a partir del precio de referencia, que lo paguen no los pacientes, sino las propias farmacéuticas?. 

Ahí queda abierto el tema. Tan duro y difícil como ineludible.


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